Alfonso comprendió que su presencia en el mundo no era solamente que azar. Su destino estaba regido por signos que debía descifrar. Correr, deslizarse con cautela entre la maleza humana para evitar ser sorprendido por la muerte le dictaba la razón. Pero los actos insensatos, las mentiras, las alucinaciones se desbordaron resquebrajándole el alma. Por primera vez aquella mañana de sol intenso en que sus ojos inyectados de sangre admiraron con pesadumbre la imagen pálida de Leila dibujada sobre el muro agrietado de un callejón sin salida; sintió miedo y un inquietante frío le hizo doler los huesos de su lánguido cuerpo. Supo entonces que era Leila su salvación, su redención. La única que lo amaría hasta el fin de sus días pasara lo que pasara.